viernes, 1 de agosto de 2014

Donar un órgano a un familiar

Cuando una persona enferma, sobre todo si es de una patología crónica y grave, no sólo enferma esa persona sino que lo hace toda la familia. En estas situaciones se producen cambios tan tremendos —a veces definitivos— en la vida cotidiana, tanta angustia y miedo, tanto desasosiego e incertidumbre por lo que le pasará al ser querido, que siempre enferma toda la familia, desde el más anciano al más pequeño. Es imposible evitarlo. En este pequeño relato voy a hablar como familiar de un enfermo de ERC (Enfermedad Renal Crónica). Voy a contar nuestro caso y a explicar por qué un día me decidí a donar uno de mis riñones.

Acaba de nacer nuestra primera hija y ya estaba embarazada de nuestro segundo hijo cuando mi marido fue diagnosticado de una grave enfermedad renal. Estuvo muy grave, muy grave. A las pocas semanas le intervenían quirúrgicamente para hacerle una fístula en su brazo derecho y seguidito entró en hemodiálisis. Pasamos, por tanto, en pocos meses, de la ilusión de nuestra vida en común, con una nena preciosa y la buena noticia de un segundo hijo, a la angustia por una enfermedad que no supimos ver llegar, que llegó demasiado deprisa y que arrasó de un plumazo nuestra alegría y nuestra esperanza de una vida en común con nuestra pequeña familia, nuestra ilusión de personas jóvenes y con toda una vida por delante. La enfermedad, dura y descarnada, tuvo ese poder. Mi marido tenía 33 años.

Mis hijos no han conocido a mi marido sano. Desde pequeños han convivido con las sesiones de hemodiálisis, las restricciones en las dietas, el no beber agua porque no se puede, el no viajar como los demás si no se planea con meses de antelación para conseguir una plaza en un centro de diálisis en otra ciudad; han convivido con las recaídas, el dolor, la angustia... Y han convivido con las llamadas, siempre a deshoras, del hospital porque había una alarma de trasplante, esa palabra feroz y clarificadora que había que asumir por las buenas o por las malas si uno quería tener una segunda oportunidad de una vida mejor. Sí, trasplante, esperanza y terror por una intervención que siempre sería grande y compleja.

El trasplante llegó. Llegó bastante pronto, la verdad. Y todo lo que tenía que ir mal, fue mal. Todo. Si lo expreso de forma clara y concisa, mi marido estuvo a punto de morirse y casi se muere, de hecho. Complicaciones impensables cuando uno espera en la sala de espera de quirófano, anhelando un milagro por el que no cesa de rogar, se materializaron como por ensalmo. Tres intervenciones en dos semanas, dos de ellas muy, muy difíciles. Infecciones, hemorragias internas... que hicieron necesario varias transfusiones de sangre y que sellaron su destino a partir de ese día.

Regresamos a casa, tras más de un mes de ingreso, peor que como salimos un día de noviembre. Regresábamos por debajo de cero, regresábamos con preguntas que no tenían respuesta, con dolor y rabia que no tenían diana clara. Regresábamos sin esperanza ni ilusión, físicamente destrozados, mentalmente abatidos. Y tuvimos que reponernos, con trabajo, con dedicación, con redaños... sí, con coraje y con los dientes apretados. Porque no había culpables, no y porque había que tirar de nuevo hacia delante.

A partir de ese día la posibilidad de un segundo trasplante se reducían en un 99%. ¿Por qué? Por las transfusiones. Tener un grupo sanguíneo poco frecuente hace todo complicado, claro. Pero las transfusiones hicieron que se hiperinmunizara frente a casi todos los antígenos más comunes de su mismo grupo sanguíneo. Un trasplante a partir de ese momento era una solución, sí, pero una solución muy remota. ¿Un 1%? ¿Menos?

Sabíamos de la donación de vivo, claro. Pero mi grupo sanguíneo no es el de mi marido. Al poco de regresar a la lista de trasplante habitual —la de cadáver—, nos enteramos de la posibilidad de un «trasplante cruzado». Se estrenaba en España, gracias a la ONT, la nueva versión de donante vivo en la que, entre dos parejas formada por enfermo y familiar no compatibles, poder intercambiar el riñón, al conseguir una compatibilidad cruzada. Algo así y muy simplificado de «yo te doy, tú me das». Se realiza ya desde hace años en nuestro país y se busca siempre que las parejas enfermo-donante, no se conozcan entre sí. Tú donas a un enfermo renal y la pareja del otro enfermo dona para que lo reciba tu familiar. Donación Cruzada.

Hemos estado en esta lista durante años, no sé cuántos. Y justo cuando me intervengo de un pie, justo cuando a mi hija la tenemos que llevar a urgencias y se la somete a una intervención de apendicitis complicada con una peritonitis, nos surge ¡por fin! la posibilidad, esta vez real y palpable, de una donación cruzada para mi marido. Una posibilidad entre ¿cuánto? ¿un millón...?

El servicio de Nefrología/Trasplantes me ha estado preparando aún mientras mi hija estaba hospitalizada (por supuesto, si mi hija no hubiera mejorado como lo hizo, nunca me habría decidido). ¿Tenía miedo? Claro que sí. Me horrorizan los hospitales (como paciente, por supuesto), me aterrorizan los quirófanos..., el acto quirúrgico en sí me da pavor. No me asusta el dolor ni el sufrimiento... porque llevamos sufriendo muchos años. Pero aún con mis temores y mis miedos, mis angustias, mis nervios... nunca en mi vida tuve algo tan claro. Quería donar un riñón para que mi marido pudiera dejar atrás la hemodiálisis; quería intentar que nuestra vida fuera diferente, que mis hijos supieran lo que es llevar una vida casi sanos, poder salir a pasear o ir al cine sin planear las sesiones de diálisis. Yo misma quería dejar de ver sufrir a mi marido, dejar de sufrir yo misma con él, como llevábamos 10 años sufriendo. Ya digo, mis hijos no conocían a su padre sano. Sus peguntas a diario eran «¿Hoy hay diálisis...?¿puedo?» Quería intentar una vida mejor y si para ello tenía que dar ese paso, lo daba. Y lo he hecho.

Han pasado pocas semanas aún, sí. Pero lleva sin una sola sesión de hemodiálisis desde el día anterior del trasplante. Me alegro de lo que hemos hecho... porque no lo he hecho sola. Lo hemos hecho juntos. Juntos entramos en esto y juntos salimos. Merece la pena, sí. Levantarse por la mañana, aún dolorida y con ciertas molestias menores, pero con la certeza de que hoy no va a haber diálisis... y mañana, si todo sigue así, tampoco. Y verle lo bien que está. Sí merece la pena.
Creo que esta posibilidad de trasplante debe ser conocida por todos los pacientes en lista de trasplante y sus familias. Por ello en mi blog ya estoy realizando una serie de entradas que van desgranando los pasos que son necesarios para llegar a materializar este tipo de solución, explicando qué pruebas te hacen y qué debes descartar, saber a qué te enfrentas... todo. Lo bueno y lo no tan bueno. Quiero que mi experiencia sirva para otras personas y quiero, además, dar voz a los cientos de donantes vivos que a diario dan este paso sin que nadie se entere.

Y esta es mi historia. 

Lola Montalvo Carcelén