LOS MËDICOS TAMBIÉN PODEMOS SER PACIENTES
Recuerdo que las
mangas le quedaban grandes y arrastraba la bata por toda la habitación, como si
fuera la sábana de un fantasma de seis años. Como fonendo usaba un vaso de
Yoplait de fresa. Se ponía muy serio y decía:- “Descúbrase el pecho y diga
treinta y tres. A ver: tosa. Otra vez…Esto no suena bien. Esa tos no me gusta
nada… hummm. Tendré que recetarle pastillas de regaliz”.
Y así pasaba las
horas muertas jugando con su Madelman de paciente improvisado. Siempre quiso
ser médico y sin embargo nunca pasó de enfermo toda su vida. Y ése fue su mejor
papel…
UN PORTERO PARA MI EQUIPO
Nací con una
enfermedad rara en la piel de las manos. No recuerdo desde cuando empecé a
frecuentar las consultas de dermatología. Creo que cuando tuve uso de razón ya
era enfermo crónico.
En la sala de
espera siempre había una luz mortecina y unos nueve pacientes cuando yo llegaba
de la mano de mi padre. Él me decía que
íbamos a formar un equipo de fútbol. Pero yo replicaba: “pues nos falta el
portero papá, porque los equipos tienen diez jugadores y un portero”.
El médico que me
veía siempre era una persona cercana y afable. Me exploraba las lesiones con
delicadeza y minuciosidad. A veces me hacía una foto de las manos y al final me
daba una piruleta. Con el tiempo, su sonrisa bonachona lo fue convirtiendo en
un rostro familiar para aquel niño enfermizo que era yo a los siete años. Me
fui acostumbrando a la sala de espera de la consulta, al equipo de fútbol
incompleto que formábamos todos los pacientes que la habitábamos y a las
piruletas del Dr. Gómez-Cuervo.
Pero pasó el tiempo
y las citas se fueron espaciando. Y el médico se jubiló, o algo parecido,
porque no volvió a frecuentar la consulta. Su lugar lo ocupó una doctora joven que
siempre andaba con prisas y no regalaba dulces a los niños. Mi padre me acabó
confesando que no íbamos a formar ningún equipo. Aquello me decepcionó un poco.
Y un día, sin saber por qué, dejé de echar de menos las piruletas. Supongo que
crecí…
La semana pasada
volví a tener cita con el dermatólogo. Había un grupo de extraños. Coincidentes
habituales en la sala de espera de la consulta. Pero también alguien nuevo. Un
señor mayor, un tanto decrépito. Me costó reconocerlo, pero vi en sus ojos
sombríos la misma mirada bonachona del médico que me trataba de niño. Miré sus
manos y se parecían a las mías, porque eran dignas de una foto, por lo
deterioradas que estaban. Ahora ya no era mi médico, tan sólo un paciente más.
Me senté a su lado y saqué una piruleta del bolsillo y se la di. Él, al
reconocer mis manos, me miró a los ojos. Entonces comprendí que mi padre se
equivocaba, porque ahora sí teníamos un portero y éramos un equipo.
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